Opinión | la rúbrica

‘Ranicidio’

Solemos perder lo que no tenemos y no somos capaces de controlar lo que poseemos. Se nos va la olla, perdemos los nervios y se nos escapa la mano. Es curioso cómo damos vida propia a partes de nuestro cuerpo, o conductas, que consideramos ajenas al comportamiento. La Cosa (Thing) de La Familia Addams tiene más personalidad que muchos sujetos al completo. Esta serie original de televisión nació, como su humor, en blanco y negro hace sesenta años y nos ayudó a entender cómo una mano puede evolucionar más que un homínido. Consideramos a la ansiedad como propietaria del nerviosismo. Nos quejamos de provocaciones que asaltan las alarmas de paciencia. Acusamos a las prisas de errores y al cansancio de pereza. Convertimos lo intranscendente en divino para delegar decisiones más allá de nuestra responsabilidad. Percibimos la nervadura corporal que habita en el interior como la muñidora que dirige el guiñol de nuestro personaje diario. Si hacemos el salvaje es porque perdemos los estribos, no porque espoleemos la propia maldad. No sabemos lo que hacemos debido a que extraviamos el norte sin desorientarnos. Olvidamos las obligaciones al traspapelar responsabilidades. El caso es culpabilizar a esas imperfecciones independentistas del yo, para que todo ello sea una gran excusa.

La tranquilidad no consiste tanto en controlar los nervios, para no perderlos, sino en tenerlos cerca para convivir con ellos. La inquietud, el miedo, el cabreo y la frustración son los principales estimulantes que llevan a nuestro sistema nervioso a la oficina de sujetos perdidos. Si asumimos que la personalidad es una unidad psicofisiológica que tiene respuestas emocionales y racionales, tendremos una perspectiva organizada, no necesariamente controlada, del comportamiento. Vamos, que siempre será más útil localizar los montones de ansiedad que viven con nosotros, que obsesionarnos por una limpieza taxonómica del polvo que depositamos bajo la alfombra cerebral. Notar lo que pasa por las entrañas nos ayuda a racionalizar las consecuencias de ese burbujeo interior. Así podremos escoger una respuesta que nos mantenga en las casillas de la personalidad. Todo ello sin mordernos los labios, contar hasta diez o asesinar mentalmente a quien nos toca las narices.

A menudo se nos va la pinza antes de tender al resto. Luego justificaremos que perdemos la chaveta sin probar un vaso de chevecha, como cantaba Palito Ortega. Por cierto, mejor cantante que político. Luego tenemos, en el polo opuesto de quienes se van de la olla, a los que se cuecen en ella con el fuego lento de la erosión emocional. Son personas que sufren el llamado síndrome de la rana hervida. Una denominación coloquial atractiva, pero alejada del rigor diagnóstico. Un experimento poco recomendable, ni repetible, demuestra que, si usted echa una rana en un cazo con agua hirviendo, la tía salta huyendo de la cocción como un resorte. Lógico. Ahora bien, si metemos al batracio en una olla con agua fresquita que se va calentando 1,2 grados cada hora, la rana permanece en su baño adaptando su temperatura corporal al líquido. Esa comodidad le impide ser consciente de que la cosa, y el caso, se va calentando. Cuando el tema está que arde, la rana ha gastado su energía en adaptarse al medio y es incapaz de saltar. Muere y se convierte en rana-cuajo. De ahí el peligro de ir asumiendo calentones suaves. Frenar actitudes calenturientas en el momento inicial nos puede salvar la vida y el futuro.

No sé cómo, pero este «ranicidio» me ha hecho pensar en el presidente del parlamento balear, Gabriel Le Senne, investido como su colega maña de Vox en la Aljafería, Marta Fernández, por la suma ultra de Feijóo y Abascal. En el caso de Aragón, por la entente de Azcón y Nolasco, una pareja de chasco. Los fascistas pretenden borrar la memoria rompiendo las fotos de víctimas republicanas del franquismo, y subir así la temperatura política. El vicepresidente aragonés quiso hacer una psicofonía de los pensamientos de Bolaños, pero se topó con el exorcista de Cuelgamuros y acabó retratado con su cara de Bélmez. No sé si utilizarán las hogueras de San Juan para quemar libros o para que Ayuso prenda la hoguera olímpica del carajo de libertad que defiende con su condecoración a Milei.

Ha llegado el momento de saltar de esta involución con la que nos van templando desde muchos frentes. Si toleramos la graduación del brebaje de la intolerancia perderemos la olla de la democracia. Yo desde luego, no estoy dispuesto a tragarme a estos sapos.

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