Opinión | Tercera página

Necropolítica

Tras el ascenso sin precedentes de la ultraderecha en las recientes elecciones europeas y la continuación de Israel con el genocidio de palestinos, sin que nadie de nuestro entorno haya movido un dedo para evitarlo, es momento de recordar la naturaleza del orden político de occidente.  

Recordar, en primer lugar, que el racismo está depositado en una de nuestras instituciones principales, el Estado. En efecto, en la misma época, el siglo XVI, en que se toma conciencia de la importancia de la guerra en la teorización del Estado moderno, ciertos pensadores reformularon el sentido de la historia al dejar de entenderla en términos de luchas dinásticas, como proponían los antiguos, y pasar a considerar que es la guerra entre «razas» diferentes la que constituye su trama. Con la Revolución Francesa se da un paso más. Al afirmarse que la «desnuda vida natural» es portadora de derechos y que el «nacimiento» se convierte en la pieza clave para construir la soberanía de la «nación», se permitió la adscripción directa e inmediata de la vida natural al ordenamiento jurídico político de la Nación-Estado. 

¿Qué ocurre cuando los movimientos de población emborronan la distinción entre nosotros y los otros? El problema y su solución no son nuevos. Con los tratados de paz que pusieron fin a la Primera Guerra Mundial, como un 30% de las poblaciones «nacionales» se convirtieron en minorías problemáticas, la solución que se propuso fue desnacionalizar a tales ciudadanos. En la actualidad ocurre igual con los “refugiados”, pues se trata de población desposeída de derechos políticos cuyo único destino son los campos creados expresamente para ellos. El problema es que, aún confinados en allí, algunos refugiados son tan molestos y difíciles de atender que la propia ONU, con el respaldo de las ONG, les han llegado a quitar la etiqueta de “refugiados” y, en consecuencia, ya no son sino residuos humanos con los que no se sabe hacer nada

En la Alemania nazi el tratamiento de “sus” restos siguió una lógica algo más elaborada. Se definió un «derecho de sangre» que permitió distinguir claramente a los amigos de los enemigos y orientó hacia unos y otros, respectivamente, el poder de hacer morir y el de hacer vivir utilizando los medios que las ciencias y técnicas pusieron a su disposición. 

Por lo tanto, la moderna biopolítica no trata solo de regular la nuda vida, como decía Foucault, sino también, como ha ocurrido siempre, la muerte, por lo que esconde una “necropolítica”, tal como sugiere Achille Mbembe al recordar que el poder político y económico de las potencias europeas se levantó sobre la administración de la muerte en sus colonias. Giorgio Agamben también hace referencia implícita a ello cuando localiza el origen del derecho político en el homo sacer, un personaje que es “soberano” porque se le puede matar. En el caso del nazismo, para justificar tal acción se acudió al lenguaje médico y a la popular idea de la «higiene y profilaxis social». 

Hace tiempo que la extrema derecha israelí, aunque parezca paradójico, manosea estas ideas. Tampoco son en absoluto extrañas para los ultras de nuestro continente ¿Qué ideas, con sus correspondientes acciones, tiene el resto del espectro político? La respuesta es desoladora: Ninguna. Reconocer el Estado de Palestina, como han hecho algunos países europeos, no supone ningún avance, pues solo viene a ratificar la resolución de la ONU de 1947 que dispuso la creación de dos estados. En cuanto a los otros de nuestro continente tan solo se discute cómo impermeabilizar las fronteras y administrar la deportación. Mientras, solo en España, 18 personas mueren cada día en el mar intentando alcanzar nuestra costa. Necropolítica.