Opinión | EL ARTÍCULO DEL DÍA

El agujero negro del independentismo

La fase procesista terminó el 2017 con una declaración institucional de independencia que apenas duró unos segundos. El periodo postprocesista ha acabado en las pasadas elecciones con la debacle de los partidos independentistas, especialmente ERC.

Todo había comenzado con la masiva manifestación de 2010, organizada por un amplio conglomerado de asociaciones y apoyada por todos los sindicatos y prácticamente la totalidad de los partidos políticos, salvo el PP y Cs, en la que los participantes afirmaban ser una nación tras una sentencia del Constitucional que había eliminado del preámbulo del nuevo Estatuto de Autonomía la afirmación de que Cataluña fuera tal cosa. A su vez, dicho Estatuto había resultado de la iniciativa de un tripartito que en 2003 comenzó su andadura con la firme convicción de acabar con los trapicheos entre el pujolismo y los gobiernos nacionales de turno intercambiándose apoyos allá a cambio de concesiones acá. La idea de Maragall era construir un nuevo estatuto que dejara claras las competencias para evitar ese mercadeo con el que siempre ganaban los convergentes. El caso es que el nuevo estatuto de autonomía acabó en nada tras la sentencia del Constitucional de 2010.

Con la inmediata manifestación posterior, quedó claro que el ciclo autonomista se había acabado para el nacionalismo, pues se extendió un deseo de independencia que poco a poco fue presionando a los partidos. Lograron atraer a Convergencia y no tuvieron problemas con ERC, que siempre dijo haber estado ahí. Este independentismo incluso levantó interés en las izquierdas no nacionalistas, como demostró la fuga de cuadros socialistas a ERC. El problema es que los partidos independentistas organizaron la consulta, pero cuando tuvieron en la mano los resultados no se atrevieron a proclamar la independencia. De hecho, luego se supo que ni siquiera había un plan para nada que se le pareciera. Evidentemente, la tribu se decepcionó. Sin embargo, los partidos continuaron estirando el chicle a la vez que sus actos iban justo en la dirección contraria. ERC, por ejemplo, dijo que era necesario negociar no se sabe qué y Puigdemont aceptó aupar a Sánchez a cambio de una amnistía.

La voluntad de independencia de la tribu quizás haya menguado (del 48% al 41%), pero la confianza en los partidos que habían de llevarla a cabo ha descendido mucho más (un 34%). Esto no debe sorprender, pues que las élites se alejen de sus gentes es lo habitual. En efecto, Podemos ha terminado tan lejos de su adorado 15M como ahora ERC lo está de la independencia y Syriza ha terminado siendo irrelevante tras evitar la confrontación con Europa que le pidieron las gentes en el referéndum de 2015 que ese mismo partido convocó para hacerse fuerte. Pero es que, en general, la propia democracia no cesa de apartarse de la ciudadanía a la que dice querer representar. En efecto, como recuerda Hirschman, cuando en Francia se permitió el sufragio universal, «el voto representaba un nuevo derecho del pueblo, pero también restringía su participación en la política a esta forma particular y relativamente inocua». Poco después, Australia sustituyó el papel que cada votante había escrito en casa por listas cerradas y preimpresas. Más tarde Noruega incluyó el sobre para garantizar el secreto. Al final, lo que en un inicio fuera un acto público y casi festivo se ha convertido en algo tan necesitado de ocultación como ir al retrete.

Las voces más arriesgadas de Madrid piden volver a la época del tripartito. ¿Qué va a ofrecer Illa? ¿Qué aceptarán los postconvergentes? ¿dónde se ubicará ERC? Imposible saberlo. Lo único cierto es que las gentes nacionalistas se volvieron independentistas y que, como no tienen élites que las acompañen, prefieren quedarse en casa. Sánchez lo llama concordia, pero se parece más a un agujero negro.

Suscríbete para seguir leyendo