Guardando las distancias: No aprisionen la cultura en la cárcel del ocio

Miremos a la creación como algo intrínseco a nuestras rutinas diarias

Enrique Bunbury durante un concierto

Enrique Bunbury durante un concierto / El Periódico

Daniel Monserrat

Daniel Monserrat

Que el estadio de La Romareda se va a demoler para construir uno nuevo en su mismo emplazamiento es una noticia que lleva dando vueltas por la ciudad desde hace mucho tiempo y generando mil debates. Será el 7 de julio cuando comiencen los trabajos en el Gol Sur, un día después de que actúe Enrique Bunbury en lo que va a ser, en solitario, su concierto más multitudinario de la historia al menos en su tierra. Es decir, se ha elegido un evento cultural (de primera magnitud, más teniendo en cuenta que es la ciudad del artista) para cerrar una etapa. Podemos discutir sí es cierto que es algo simbólico ya que la temporada que viene aún disputará el Real Zaragoza sus partidos en el estadio, pero la realidad es que, una vez más, se llama a la puerta de la cultura para conmemorar algo, en este caso, para cerrar una etapa por todo lo alto.

En los símbolos suele ser tan importante lo que se ve como lo que no se ve. Y la cultura es eso que siempre está cuando hay que celebrar algo y, desgraciadamente, eso que casi nunca suele estar cuando se abre un debate político de calado o cuando hay que hablar de refuerzos presupuestarios. Esa es una de las grandes incongruencias que rodea a la cultura y que impide que la sociedad pueda valorarla en su justa medida. Sí, tal cual, no me muevo ni un milímetro de la idea de que si la cultura no forma parte del imaginario colectivo de la sociedad y del día a día de cada ser humano, no va a ser valorada. Se me podrá decir (y, probablemente, con razón) que sí forma parte en la medida en que la gente acude a los conciertos, va al teatro o tiende a comentar determinada oferta. Bien, pero me refiero a que ahora mismo la gente tiene integrada la cultura como forma de ocio, que lo es también, pero no debe verse así de manera exclusiva. Y ahí, que es donde la mayoría de los gobernantes quieren que esté porque es muy cómodo preocuparse de programar y ya, empiezan todos los problemas de la misma.

Es por eso que es de vital importancia que la cultura aproveche el simbolismo al que ha quedado relegada (si es que este verbo es el adecuado, que no lo tengo claro) para ir ganando más espacio en la vida cotidiana. Que Bunbury sea el gran evento para poner el broche de oro a la antigua Romareda tal y como la conocemos no es algo excepcional. Todas las ceremonias de los Juegos Olímpicos, Mundiales, Europeos... cuentan con la cultura como eje vertebrador de las mismas. Y aún voy más allá, casi todas las convenciones, congresos o celebraciones políticas en las que se pretende impresionar a los invitados de otros lugares cuentan con una buena representación cultural de la ciudad anfitriona.

Sin embargo, cuando esos mismos organizadores tienen que apostar por la cultura y pensar qué se puede hacer por ella, la mayoría no saben qué hacer. Se limitan a programar actividades o a pagar a promotores externos para que las hagan mientras hacen cuentas con los dineros que pueden dedicarles o no. Y eso acaba encerrando la cultura en el tiempo de ocio.

Urge tener otra visión de la cultura, y corre prisa tenerla ya. Programar es solo una pata de la misma y si no somos capaces de generar, de provocar creaciones, de entender que la cultura se comparte desde la gestación y como manera de vivir, la batalla de la misma estará perdida para siempre. Porque está muy bien que veamos grandes actuaciones y espectáculos cuando llegan los días importantes, pero estaría mucho mejor que, además de esos espectáculos que engrandecen la cultura (no lo niego), también se entendiera que solo se llega a esas grandes producciones desde la creación desde abajo. Y es ahí cuando se puede romper la cadena del ocio que aprisiona a la cultura.