Opinión | sedimentos

Edadismo

La edad real y la aparente no suelen coincidir, así como tampoco la aceptación del transcurso del tiempo: el reloj se detiene para el niño, a quien le gustaría crecer más rápido y anhela vivir nuevas experiencias, mientras que las saetas avanzan demasiado veloces para el anciano, como si el mundo quisiera empujarle fuera. Y esa es exactamente la sensación que padecen muchos mayores: que se van quedando sin espacio, que nadie aprecia ya ni su experiencia ni sus conocimientos; que están de sobra y, en algún caso extremo, llegan a sufrir malos tratos nunca denunciados, pues quizá se los infligen seres muy queridos y cercanos.

Hemos instaurado una curiosa y paradójica cultura, donde los menores de treinta años ostentan reputación de inmadurez, en tanto que quienes superan los cincuenta se ven paulatinamente expulsados del mercado laboral, sin posibilidad de recuperar su truncada carrera profesional. Tal intervalo de un par de décadas supone escaso margen para una vida plena, pues de inmediato se inicia la etapa terminal donde ingratitud e incomprensión acaparan relevancia, en tanto que olvido, soledad y declive físico imponen su designio inexorable.

Resulta muy habitual, casi universal, el deseo de representar una edad menor de la auténtica, escapar al yugo del DNI, lo que conduce a teñir canas y al recurso de grotescos procedimientos para recuperar la juventud pérdida. Quien más, quien menos, intenta zafarse de esa ancianidad indeseada, jalonada por eufemismos que salpican la singladura de quienes se niegan a cumplir años, sin advertir que su rumbo está regido por una brújula averiada: de nada sirve engañarse a sí mismo, pues las leyes biológicas son inapelables. Sin embargo, aunque envejecer sea inevitable, valorar, aceptar y disfrutar la senectud es un desafío personal que sabe a triunfo y tiene su recompensa.