Opinión | AL TRASLUZ

Sociedad o saciedad

La inteligencia humana va inextricablemente unida a la capacidad de discernimiento. La adquisición de ese discernimiento no es, por supuesto, cosa de un día; más bien empleamos toda la vida en afilar y emplear adecuadamente nuestra facultad de elaborar juicios. De la correcta formación de nuestros juicios va a depender el acierto o desacierto en la toma de las decisiones que jalonan nuestra existencia. Hasta aquí no creo haber dicho nada nuevo. Lo habitual es localizar el punto de partida de esas estimaciones sobre las que descansan nuestros pasos fuera de nosotros cuando, salvo error por mi parte, lo principal es anterior: el origen de casi todo reside en la distinción entre lo interior y lo exterior. Y no es que lo diga yo, de ser así podían prescindir de hacer el más mínimo caso a estas palabras, es Freud quien así lo afirmaba: el principio de realidad que vertebra nuestras acciones y conducta está supeditado a nuestra construcción y percepción del yo, de lo interior, respecto a lo demás y los demás, el exterior. Lo que no es sino otra manera de referirse a eso que siempre hemos dado en llamar «vida interior». No creo que primero la aparición, después la extensión y el protagonismo actual de las redes sociales sea inane en el asunto que aquí nos ocupa: el discernimiento. Y no creo que lo sea porque la entrega de tiempo que muchos han decidido concederles no sólo no es gratis, sino que se cobra un precio muy alto. A día de hoy, cuando muchos ciudadanos se entregan en cuerpo, y diría que en alma, a llenarse los ojos, la cabeza y el espíritu de lo que otros, de forma anónima o no, opinan, difunden, interpretan, desnaturalizan, falsean... –pongan ustedes el verbo que más apropiado crean– la distinción entre el yo y el ellos aparece mucho más difuminada de lo que lo estuvo hasta no hace demasiado tiempo. Los hombres, como ya dijera John Donne y después nos recordara Nuccio Ordine, no somos islas. A su juicio, los clásicos nos ayudan a vivir porque nos aportan enseñanzas que tienen que ver con la condición humana. Pero no sólo lo clásicos, claro está, también los contemporáneos contribuyen a nuestro permanente aprendizaje. Sin embargo, no estamos hablando exactamente de eso. Todos somos porosos, permeables a cuanto a nuestro alrededor sucede; no podemos, ni queremos, ni sabríamos sobrevivir sin los otros. No es ésa la cuestión, nadie pone en duda que somos porque los demás también son. Lo que aquí se cuestiona es que tanto lo cualitativo como lo cuantitativo de la actual injerencia externa sobre nosotros descompone la imprescindible separación de lo interior de lo exterior. Debo saber dónde acabo yo para conocer dónde empieza el resto. Sin esa básica diferenciación mi autonomía, mi voluntad y libertad echan a andar hechas añicos y, sin ellas o con ellas en mal estado, mi discernimiento, mis juicios de hecho y de valor estarán tan viciados que difícilmente trasladarán lo que yo hubiera querido o pretendido de no haber estado tan condicionado o aleccionado por esos medios. Intromisión constante, para colmo deseada, que acaba por hacer indistinguible sociedad de saciedad.

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