Opinión | el triángulo

Y fueron los primeros

Podría escribir sobre la histórica victoria de la ultraderecha en Francia tras su resultado exitoso en las europeas. Podría decir que no comparto sus principios ni su ideología y podría desear que sus discursos extremistas se atengan a los tiempos cotidianos en los que construimos guerras donde deberíamos generar puentes, convirtiendo en enemigos y tachando de delincuentes a aquellos que han llegado desde muy lejos para hacernos la vida un poco más fácil. Podría soñar también y escuchar de sus líderes que la violencia machista se nombra así porque los hombres matan a las mujeres por ser mujeres e incluso podría recordar que el cristianismo tiene en la solidaridad y en la ayuda al pobre y al refugiado dos de sus pilares básicos. Podría, pero podría es más un anhelo que una realidad tangible y por eso se queda suspendido en el vocabulario de los deseos.

Sin embargo, sí puedo y quiero contarles algo que viví el otro día en un país europeo, de los históricos, y donde comprendí cuál es en general la mala bilis que recorre nuestro cuerpo. Les cuento: Cinco y media de la tarde, calor, mucho calor, estación de un pequeño pueblo donde cientos de personas se amontonan sobre un andén estrecho a la espera de un tren que nos llevará a una gran ciudad. Da igual si hemos pasado un día hermoso, un día agradable y tranquilo, porque ahora lo único importante es conseguir subir primero al tren para ocupar uno de sus asientos en un viaje que dura exactamente una hora y cinco minutos. Quedan apenas unos segundos para que el tren aparezca tras una curva y la tensión se palpa y todos empiezan a moverse a codazos buscando una de las puertas de acceso y yo pienso: «Joder, ¿qué hago aquí con mi madre? Tiene 85 años».

El tren se detiene y la gente, gente pudiente y mayormente joven, comienza a empujar para acceder al tren y conseguir su preciado asiento y no les importa si la persona a la que empujan con violencia es una señora mayor o es una madre que arrastra un carro con un niño de dos años. Nada importa y la sensación es angustiosa porque ella, mi madre, está temblando y se tambalea y mi hermana y yo poco podemos hacer. Entonces aparece una pareja y nos salva en una especie de escena de película de superhéroes, porque ellos consiguieron frenar a los turistas ansiosos y estresados cuando ella dijo ya subida al tren: «La señora mayor la primera, la señora mayor». Yo la miré y la hubiera besado; mi madre subió tranquilamente y el resto, cientos de asiáticos, americanos, rusos, europeos mantuvieron el silencio unos segundos, solo unos segundos. Luego siguieron haciendo de las suyas en ese viejo afán de llegar los primeros a ningún sitio.

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