Opinión | el artículo del día

Díaz y Garamendi: el qué y el cómo

El señor Garamendi, presidente de la patronal, viene quejándose de cualquier medida que, desde el Ministerio de Trabajo, ha adoptado Yolanda Díaz para reequilibrar en cierta medida esa severa desigualdad con que la vigente legislación laboral regula el mundo del trabajo, en beneficio de los empresarios. Acusa a la ministra poco menos que de déspota y de ir a las mesas del diálogo social no a negociar, sino a imponer su criterio, pretendiendo que se ratifiquen las medidas ya decididas previamente por el Gobierno. Es un hecho que las políticas en materia laboral llevadas a cabo por el actual gobierno progresista incomodan a unas patronales acostumbradas a valorar las malas condiciones laborales y bajos costes laborales como un importante factor, no solo de competitividad fácil, sino además como un método rápido y sin complicaciones para que algunas empresas obtengan rápidos y copiosos beneficios.

Y es así aunque la realidad de la evolución de nuestra economía con el aumento de los beneficios empresariales desmienten uno tras otro, con datos estadísticos objetivos y comprobables, los varios apocalipsis que vienen prediciendo nuestros empresarios, en cada ocasión en la que se adopta una medida económica o laboral que pueda beneficiar en lo inmediato a las partes más desprotegidas, y a medio plazo al conjunto de la clase trabajadora.

Con los datos encima de la mesa cuesta entender esta persistente, casi diríase eterna, resistente y lacrimógena actitud patronal, que en ocasiones parece pretender aparecer casi como enternecedora. Y en absoluto es entendible esa actitud de poner en cuestión el talante dialogante y negociador del Ministerio de Trabajo en el Diálogo Social. Porque dentro de la complejidad que casi todo en la vida entraña, hay cuestiones que son de una sencillez aplastante.

Déjenme que intente explicarme. Y que lo haga con un asunto de rabiosa y polémica actualidad, la reducción de jornada que la Ministra de Trabajo ha llevado como propuesta a la mesa del diálogo social. La disminución del máximo legal del tiempo de trabajo, después de décadas de intocable vigencia, forma parte de un contrato suscrito por los partidos democráticos progresistas con sus votantes a través de sus programas electorales, confirmado a través de las urnas y ratificado en el programa de gobierno que llevó, con éxito, Pedro Sánchez a la investidura.

Y ese contrato no es un capricho; se fundamenta en algo tan justo como es la necesidad de ampliar las posibilidades de desarrollo vital, familiar, social, intelectual, etc, de las personas. Ni es imposible; nuestro sistema productivo, en las décadas en las que la jornada máxima legal ha permanecido estancada, ha experimentado los suficientes cambios para que esta modesta reducción pueda llevarse a cabo sin que se rompa nada.

El qué de la cuestión, la reducción de la jornada, en términos democráticos y bajo la perspectiva de un cumplimiento contractual, no debe ser cuestionado y mucho menos torpedeado. No tiene razón Garamendi, jefe de la patronal CEOE, al insinuar o afirmar el supuesto carácter déspota de la ministra Yolanda Díaz tan sólo por el hecho de intentar cumplir un mandato surgido de las urnas. El hecho de que un gobierno pretenda cumplir con su programa, no puede ser objeto de reprobación sino de elogio por cualquiera que se precie de demócrata.

La ministra demuestra un elevado conocimiento de nuestro sistema productivo, llevando al seno del Diálogo Social el contractualmente incuestionable qué, para intentar pactar el cómo, es decir, su desarrollo e implementación en el mundo del trabajo, con los que lo representan y se supone que mejor conocen su compleja realidad: Sindicatos y Patronal. Y créanme, eso no es poco. Y más si lo comparamos con las impuestas, duras y regresivas reformas laborales que no hace mucho imponía el Partido Popular a golpe de decreto, fuera de programas electorales y al margen, e incluso a contrapelo, del Diálogo Social. Eso sí, entonces los jefes de la patronal aplaudían al gobierno –permítanme la expresión– hasta con las orejas.

Creo que a los dirigentes empresariales les vendría bien ampliar su talante democrático, así cómo una menor receptividad y mayor independencia hacia la «aznarina» consigna de «el que pueda hacer que haga». Tampoco les vendría mal una cirugía correctora de cierta miopía para atisbar el futuro de las empresas –permítanme la redundancia– con vocación de futuro, así como una mayor dedicación explicativa y pedagógica hacia sus representadas menos audaces. Pues eso, cosas de la democracia, de la seriedad, del qué y del cómo.