Se cumplen por estas fechas ochenta años desde que murieron en el exilio (en el triste exilio de los derrotados) dos españoles que simbolizan como pocos lo mejor de la Segunda República: Manuel Azaña y Antonio Machado. Como tantos hemos hecho alguna vez, viajando de propio intento al Sur de Francia o aprovechando que pasábamos por ahí, el presidente del Gobierno se ha acercado a sus tumbas en Mon-tauban y Collioure para homenajearlos. A ellos y a los muchos españoles que se refugiaron en el cercano campo de Argelès sur Mer, y allí penaron o murieron también, huyendo de la represión que se desataría en España tras la victoria de los militares sublevados, después de tres años de guerra.

El aniversario y el homenaje presidencial suceden en un delicado momento por el que atraviesa nuestro país y que los dota (a mi juicio) de más carga simbólica todavía. La crispación política que venimos arrastrando desde hace algunos años, agudizada por la proximidad de varias citas electorales y por la irrupción de la ultraderecha, vuelve a poner de actualidad el mito de las dos Españas irremediablemente enfrentadas por los siglos de los siglos, irreconciliables. Un mito tan falso como cualquier otro y cuya carta de naturaleza se atribuye, para más inri, al propio Machado. Solo una lectura sesgadísima podría reconocer a los dos bandos que se enfrentaron en la Guerra Civil en las dos Españas machadianas (la que muere y la que bosteza) que helarán el corazón del españolito que viene al mundo.

La Historia, como es frecuente, la escribieron los vencedores y, ochenta años después, aún seguimos intentando enderezar con esfuerzo los renglones torcidos con que lo hicieron. No, la guerra no fue entre la España conservadora, partidaria de las viejas tradiciones, a la que sus partidarios (los «buenos españoles») atribuyen la imaginaria esencia de la Nación, y la España revolucionaria, atea y extranjerizante a la que aspiran otros españoles, estos traidores, felones y «malos españoles», como últimamente venimos oyendo con siniestra frecuencia. Yo diría que, finalmente, la guerra tuvo tres bandos: el de los que mantuvieron responsablemente su lealtad a las instituciones y las leyes democráticas y republicanas (el bando en el que militaron Azaña y Machado), el de los generales y las derechas que consideraban a la Nación (a su idea de Nación) como patrimonio propio y lo veían amenazado por las conquistas sociales y políticas, y el de los que solo veían en la República una etapa de camino hacia la utopía revolucionaria, comunista o anarquista. No es preciso recordar cómo acabó tanta irresponsabilidad de unos y de otros.

El homenaje que rindió el presidente Sánchez al último jefe del Estado republicano y a uno de los mejores poetas que ha dado el país hay que verlo, pues, como un reconocimiento a los valores de la República, esos valores de tolerancia, libertad, laicismo, igualdad y derechos civiles que heredó la Constitución vigente casi cuarenta años después. Y en ese sentido me parece un acierto mayúsculo que eligiese la bandera constitucional, la roja y gualda, para cubrir la tumba de Azaña, en lugar de elegir la tricolor republicana. Un acierto tan grande que unos se han apresurado a denostarlo como un grave error y otros como un insulto a la memoria de la República. Algunos, ya lo estamos viendo, se atribuyen a sí mismos el papel de guardianes de las esencias republicanas y se quedan solo en los símbolos más obvios, en la cáscara de la cuestión, mientras se olvidan de lo verdaderamente importante: qué es lo que en realidad simbolizan esas dos banderas.

Y lo que simbolizan ambas es la voluntad de quienes pusieron en pie la Segunda República y de quienes hicieron posible la Constitución de 1978 para construir un Estado abierto, democrático, mediante el compromiso político, mediante la discusión y el diálogo en el seno de las instituciones y bajo el imperio de las leyes aprobadas por los representantes de la soberanía popular. Ese es el verdadero contenido de la Constitución republicana de 1931 y de la Monarquía parlamentaria que consagra la del 78. Y eso es lo que representan las dos banderas: la bicolor y la tricolor. De modo que los que han decidido rasgarse las vestiduras al ver la bandera española cubriendo la tumba de Azaña no han entendido absolutamente nada. El hombre que, cuando era inminente la derrota de sus ideas (ideas tan frecuentemente derrotadas a lo largo de nuestra Historia) se atrevió a pedir Paz, Perdón y Piedad a todos, a los vencedores y a los vencidos, se hubiera sentido orgulloso de ser homenajeado con la bandera bajo la que, guste o no, llegó la paz más duradera, se ejerció el perdón y se logró una piadosa reconciliación entre los españoles. La bandera bajo la que hemos vivido, y seguimos viviendo, el periodo de progreso más largo y próspero que ha atravesado este país tan maltratado por quienes más dicen amarlo. Y quiero hacer constar que voté en contra del artículo 52 de la Constitución. Todavía me arrepiento, porque fue un error en ese momento histórico

¿Y qué decir de los energúmenos, envueltos en esteladas, que llamaron “fascistas” a los republicanos que homenajeaban a los refugiados de Argelès? Casi mejor no decir una palabra, puesto que ellos mismos se definieron maravillosamente. Casi mejor seguir la consigna de Azaña y responder con un piadoso silencio. O sí, cabe decirles que nuestra Constitución (igual que la de la República) no permite imposiciones de unas regiones, o naciones, o nacionalidades, sobre otras sino que organiza el Estado democrático mediante el sistema de Autonomías. A ver si lo entienden de una santa vez… que lo dudo.

Y todo esto ocurre a dos meses de unas elecciones generales a las que concurren, crecidos, dos enemigos tradicionales de los valores democráticos y republicanos. Por un lado, el atrabiliario secesionismo catalán que, no conforme con los daños que está causando precisamente a los catalanes, contamina hasta el aburrimiento la política española, da alas a los enemigos de la libertad y evita debatir programas que mejoren las condiciones de vida de quienes más lo necesitan. Por el otro, los que sueñan con «reconquistar» una España no menos atrabiliaria, xenófoba, violenta y criptofascista, al tiempo que arrastran hacia esas posiciones a un PP airado (como siempre que no ocupa un poder que algunos dirigentes consideran suyo por mandato divino) y a un Ciudadanos desconcertado que, de tanto girar, parece la niña de El Exorcista.

Podemos homenajear a Manuel Azaña, a Antonio Machado, a sus valores y a nosotros mismos, utilizando las herramientas de la democracia: las urnas.

*ATTAC Aragón