El éxtasis y la felicidad --también la perfección-- tuvieron rostro en el alma de una afición electrocutada por las emociones, sacudida por el placer de un triunfo sin precedentes por su impacto y por su indescriptible belleza. La humillación del Real Madrid se quedó en una mera anécdota subrayable por la grandeza del enemigo vencido, pero en absoluto restará ese notable detalle estadístico protagonismo a un Real Zaragoza primoroso, imposible de comparar con sus antecesores al menos en una actuación como la de ayer. La hinchada, después de eliminar al Atlético y al Barcelona, soñaba con una nueva gesta, con la consecución de un resultado que diera margen a la esperanza para el encuentro de vuelta en el Santiago Bernabéu. Se encontró, sin embargo, con una realidad por encima de cualquier oración, ajena a los milagros y las súplicas, con la esencia del fútbol en estado puro sobre una alfombra que conduce directamente a la final de la Copa del Rey.

Los cuatro goles al Bar§a y los otros cuatro al Betis habían abierto de par en par las compuertas de un espléndido espectáculo atacante, digno heredero de la Hungría de Kocsis y Puskas, referencia ineludible en la historia de los mejores momentos de este deporte. ¿Exageración? Para nada. Anoche se produjo el desbordamiento de una fuerza de la naturaleza devastadora para el equipo blanco, personalizada en Diego Milito, bárbaro autor de cuatro tantos, y en Ewerthon, que fue quien marcó los otros dos en un duelo voraz que mantienen por dinamitar a las defensas y a los porteros que se les pongan enfrente. El Real Zaragoza fue un torbellino ofensivo imposible para un Real Madrid que asistió estupefacto al ejercicio de malabarismo de un rival iluminado por su fe ciega por cada balón que luchó y por una magnífica efectividad en el remate.

MANANTIAL DE GOLES Sin mirar la altura del adversario, el equipo de Víctor Muñoz se elevó por encima de él con fiereza, con orden, con disciplina, pero, sobre todo, con goles. Un manantial de goles que secaron al Real Madrid exprimiéndole la posibilidad de reaccionar, de respirar, de morir con un poco de dignidad. Fue un ejercicio de aplastamiento sin piedad, un brutal y hermoso dictado vertical que hizo vibrar a la hinchada hasta fundirla en un solo grito de alegría, en un ola en cuya cresta viaja su ilusión fundada de que el séptimo trofeo está muy cerca.

Uno, dos , tres, cuatro, cinco, seis... Pudieron ser ocho, o nueve. Érase una vez... Así comenzará esta historia en el futuro, cuando quienes estuvieron en el 6-1 al Madrid en La Romareda relaten que se abrazaron con el éxtasis, que notaron cómo la felicidad se instalaba en su corazón electrocutado porque fueron testigos del partido perfecto de un equipo campeón.