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Cuando Goya ‘renegó’ de Zaragoza

En el año 2028 se cumplirá el bicentenario de la muerte del pintor aragonés

Detalle del ‘Regina Martyrum ‘de Goya en el Pilar.

Detalle del ‘Regina Martyrum ‘de Goya en el Pilar. / SERGIO Martínez Gil

Sergio Martínez Gil

Sergio Martínez Gil

El pasado 16 de abril se cumplió el 196 aniversario de la muerte de uno de los pintores más influyentes de toda la historia del arte y, probablemente, el aragonés más universal de todos y que más ha trascendido las fronteras. Por eso fue un día de anuncios institucionales con diferentes propuestas de cara a la conmemoración del bicentenario de la muerte de Goya en Burdeos, la ciudad que le acogió en sus últimos años, y de la presentación de diferentes ideas con las que buscar que el pintor de Fuendetodos sea cada vez más relacionado con Aragón. Lo que no deja de ser una auténtica ironía del destino y de la historia, porque si pudiéramos preguntarle al Goya del año 1781 y siguientes, probablemente se reiría de todo esto, daría una sonora colleja al que se lo contara o, en todo caso, mostraría esa cara de orgullo restañado que todos hemos puesto alguna vez cuando nos hemos sentido ultrajados de una forma u otra, pero vemos que con el tiempo nos acaban dando la razón.

A Francisco de Goya y Lucientes le costó mucho llegar a donde llegó, y de hecho casi se le podía considerar mayor cuando empezó a formarse en pintura, para lo que solía ser normal en los aprendices. Pero su talento innato, su capacidad de aprender e innovar que tanto le caracterizaría durante toda su vida, y las enseñanzas y apoyo de su maestro y cuñado Francisco Bayeu, le acabarían llevando a trabajar y abrirse camino en Madrid tras haber alcanzado ya su techo en su Aragón natal entre finales de la década de 1760 y sobre todo los primeros años de la de 1770. Aun así, su camino no estuvo exento de sinsabores, pues se presentó varias veces a concursos de arte para conseguir una ansiada y disputadísima beca con la que poder ir a estudiar a Roma sin lograrla nunca, teniendo que costearse el viaje en buena medida por su cuenta.

Antes de marcharse a Madrid ya había trabajado, por ejemplo, en las obras de la catedral del Pilar de Zaragoza (todavía no era basílica), pintando en el año 1772 un fresco en la bóveda del Coreto de la Virgen recibiendo por ello un sueldo de 15.000 reales, mucho menos que otros maestros como Antonio González Velázquez. Esto era cuestión del famoso caché, pero cuando la Junta de Fábrica del Pilar volvió a buscar los servicios de Goya allá por el año 1780, la cosa había cambiado.

Retrato de Francisco de Goya, realizado por Vicente López Portaña en 1826.

Retrato de Francisco de Goya, realizado por Vicente López Portaña en 1826. / EL PERIÓDICO

Goya era un pintor más maduro, que se estaba haciendo ya un nombre en la corte madrileña, que ya veía que se estaba cumpliendo su sueño de poder vivir de la pintura por el resto de su vida, y en el que por tanto iba aumentando un orgullo por su propia obra que le hacía empezar a ser más transgresor a la hora de pintar. Es entonces cuando Goya regresa a Zaragoza por el llamamiento de su maestro y cuñado Bayeu, quien dirigía la decoración de las bóvedas del interior del Pilar y que una vez más decide contar con Goya.

En este caso se le ofrecía una de las bóvedas cercanas al altar mayor, siendo la primera vez que el pintor se enfrentaba a una superficie semiesférica tan grande con el consiguiente reto que ello suponía. Goya presentó los primeros bocetos de la que iba a ser su obra cumbre realizada al fresco en Aragón, el Regina Martyrum. Pero sus trabajos, demasiado abocetados para el gusto clasicista del momento, le granjearon numerosas críticas por parte de los miembros que componían la Junta de Fábrica, quienes llamaron al orden al pintor de Fuendetodos e incluso le conminaron a que su obra fuera en todo momento supervisada por Bayeu, queriendo convertir a Goya en un mero ejecutor de lo que le dictara su maestro.

Las relaciones entre Goya y los miembros de la junta, que tachaban al pintor de orgulloso, altivo, indócil y soberbio, nunca se llegaron a reconducir. Goya acabó la obra dejando descontenta a una junta que ordenó que se le pagara lo que se le debía y que nunca más volviera a trabajar allí. Así, al término de su trabajo en 1781, Francisco de Goya regresó a Madrid guardando un gran resentimiento que sólo el paso del tiempo fue aminorando, algo que nos muestra alguna de las cartas que le enviaba a su amigo Martín Zapater, diciendo directamente su célebre frase de que «en acordarme de Zaragoza, me quemo vivo». Un gran ejemplo de la máxima de que nadie es profeta en su tierra, aunque en claro contraste con una Zaragoza actual que rinde homenaje constante al más celebre de los pintores aragoneses.

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